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A través del espejo

Una mirada atrás:

Posted on diciembre 10th, 2008 by henrietta
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Si ya es difícil que una sola persona suba al tranvía a esta hora en que todos se dirigen del trabajo a casa, agotados después de un largo día, más difícil es que suban dos personas con un saxofón y un clarinete, instrumentos que, aunque no sean del tamaño de un piano de cola, necesitan su espacio.

              Comprimidos entre el gentío, apenas sin hablar y con el gélido aire del invierno neoyorquino impactando en nuestros rostros, llegamos a Independence St.

              A Alan nunca parece importarle tener que andar cinco manzanas pasando frío, con su saxofón a cuestas, con tal de acompañarme a casa. Así, día tras día.

             
              Nos sabíamos afortunados; éramos jóvenes. Aun a pesar de las estrecheces, podíamos estudiar, e incluso teníamos tiempo para ensayar, lo que nos permitía ganar algo de dinero tocando los fines de semana en fiestas.

              Alan siempre me decía que llegaríamos lejos, que después de las malas épocas siempre venían otras mejores. Éramos tan jóvenes pero teníamos tantas ideas… Yo siempre había querido ser periodista pero Alan parecía sólo vivir para la música. Nunca lo había tenido tan claro como yo; no era tan pragmático. Había sido su padre quien casi le había obligado a seguir sus pasos. “La música no te llevará a nada”, le decía siempre y, así, había logrado que empezase a estudiar finanzas. Alan no parecía tener demasiado interés; lo suyo era la música y su otra pasión… era yo.

              No recuerdo desde cuando conocía a Alan. Creo que siempre estuvo allí. Crecimos juntos. Alan era el mejor amigo de Steve, mi hermano mellizo. Por cierto, mi nombre es Helena. Vivíamos en un barrio de inmigrantes, formado por pequeñas casas adosadas de dos plantas. Éramos humildes, como la mayoría de irlandeses que habían llegado a los Estados Unidos. Alan era como uno más de la familia hasta que llegamos a convertirnos en inseparables: demasiado parecidos y, a la vez, demasiado diferentes. Captábamos al instante lo que el otro estaba pensando; la comunicación entre nosotros cada vez era más fácil, incluso sin palabras.
              Cuando Alan me tendió la mano para bajar del tranvía, se me quedó mirando y me dijo: “Llegará un día en que un hombre pueda besar a una mujer en la calle sin que nadie se sorprenda”. Sabía que a Alan no le gustaban los corsés sociales, que utilizaba la música para evadirse de la realidad, de los tópicos que nos rodeaban…

              Cogí su mano, con confianza, como siempre. Un halo de deseo me invadió. Sabía que tenía razón, que llegaría un día en que nos reiríamos juntos de aquellos tiempos.

              Nos despedimos como cada noche. Al día siguiente era viernes; no volveríamos a vernos hasta la hora del ensayo. Nuestros estudios absorbían buena parte de nuestras vidas pero siempre quedaba tiempo para “The Little Jazz Club”.

              Entonces, no era habitual que las mujeres se dedicasen a la música; sólo el cabaret les parecía reservado -bailar y cantar- pero los instrumentos musicales les parecían vedados. Su única arma parecía ser su propio cuerpo, que las hacía atractivas a ojos de los hombres que frecuentaban ciertos espectáculos.

              En esto, incluso, éramos diferentes. ¿Sería cierto, como decía Alan, que algún día llegaríamos lejos? No parecíamos seguir los esquemas habituales de las parejas de aquella época.
              Qué lejos quedan aquellos años en que estrenábamos la veintena. Llegamos con un siglo y con el nuevo nos iremos. En nuestro hogar no sobran los recuerdos de una época en que sólo teníamos sueños… alejados de los tugurios que algunos frecuentaban, de las persecuciones policiales, de la clandestinidad de las apuestas y el alcohol. Ha habido muchos saxofones y clarinetes después de los primeros. Incluso hay espacio para nuestro piano de cola que, finalmente, Alan y yo aprendimos a tocar.

              Llegamos lejos, como él decía, aprendiendo de los errores y caminando lentos pero seguros, siempre hacia un futuro mejor. Las finanzas, efectivamente, resultaron ser un mundo más apasionante de lo que Alan pudo antes intuir. Sin embargo, se que la música ha continuado siempre siendo su pasión; la música y yo… Todo ha cambiado y, no obstante, seguimos siendo como los dos niños que crecieron entre juegos, en un pequeño jardín; como los dos jóvenes que corríamos para llegar, casi sin aliento, al abarrotado tranvía…

              Han pasado tantas cosas en este devenir que no podemos detener a nuestro antojo: hijos, nietos… amigos, que se van aunque siempre permanecen en nuestra memoria.

              Yo llegué a ser periodista, como siempre había soñado. Seguramente los que me estéis leyendo ahora, habréis cenado alguna vez ante el televisor, escuchando mi voz y viendo mi imperturbable sonrisa. ¿Alan? Todo el mundo sabe quién es Alan aunque sólo unos pocos privilegiados le conocemos, en realidad. Detrás de una imagen fría, se oculta un espíritu que sólo es real cuando nos encerramos en la intimidad del hogar, cuando se desliza entre las notas de nuestro piano; cuando hemos intentado ser los mejores padres pero sólo hemos sabido ser unos más… ¿Quién puede explicar cómo es Alan? ¿acaso un soñador de sueños posibles?

              Privilegiados como pocos, conservamos en nuestro interior todos esos recuerdos de niños, de jóvenes, de padres, abuelos… los mismos que todos, en algún momento de nuestra vida, llegamos a tener.

              Presintiendo cerca el fin, pocas cosas quedan por ver, por sentir… Hoy no sólo un hombre puede besar a una mujer en la calle, como decía Alan, sino que son las mujeres quienes persiguen descaradamente a hombres, que huyen despavoridos por miedo a perder su identidad.

              Realmente han ocurrido tantos cambios en estos años que dudo si quedarán otros Alan y otras Helenas, que puedan esperar ver cumplidos tantos sueños…

              Llueve; el gélido aire de la noche neoyorquina se adivina a través de los cristales; entre notas de Bach se deja sentir la pasión que Alan todavía conserva, aquélla que me hacía soñar cada noche cuando tomaba mi mano al bajar del tranvía.

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